Escribe Hugo Balderrama

Es mejor no orinar en la cama

OPINIÓN | 28 Ago 2020

Cualquier estudiante de ciencias económicas se encontrará que sus profesores repiten la siguiente máxima: «Exportar es bueno e importar es malo».

Entonces, si las exportaciones son positivas -y es un deber del Estado fomentarlas-se debe buscar el mecanismo más efectivo para hacerlo. Y la forma que suele reputarse más veloz para acicatear al gasto foráneo es depreciar o devaluar la moneda nacional. Porque si los extranjeros pueden adquirir nuestra divisa mucho más barata, nuestros bienes y servicios les saldrán igualmente mucho más asequibles, más exportaciones. Asimismo, a los ciudadanos nacionales pasarán a resultarles bastante más caros los bienes y servicios extranjeros, lo que estimulará su sustitución por productos locales (menos importaciones y más gasto interior). Un mundo perfecto donde sólo, o por lo menos mayoritariamente, se consume producción nacional. Tristemente, la perfección no está al alcance de los humanos, y los cuentos de hadas como el arriba descrito, si bien son entretenidos, no dejan de ser elucubraciones fantasiosas que puestas en práctica tiene efectos muy dañinos.

Primero, nos encontramos con los ciudadanos nacionales que adquirían mercancías o activos del extranjero y que, tras la depreciación, han visto encarecer notablemente sus compras. Quienes la pasan peor son los empresarios que adquirieran factores productivos en el exterior -insustituibles en muchos casos- para procesarlos y vender la manufactura en el mercado nacional ya que sus costes en divisa nacional se dispararán con la depreciación y la posterior inflación, incluso podrían quebrar.

Segundo, el conjunto de los ciudadanos que realizan compras al exterior se verán forzados a reorientar sus gastos hacia activos locales menos rentables o hacia productos internos de peor calidad, o más caros, de lo que lo eran los extranjeros antes de la depreciación.

Por último, tras el envilecimiento de la divisa, los productores locales se sientan menos presionados por la competencia extranjera, y pueden cargar precios todavía mayores a sus cautivos clientes internos. En suma, el bienestar de muchos que lo estaban haciendo bien es sacrificado en el altar de unos pocos incompetentes que lo estaban haciendo mal, se empobrece al conjunto de la población respecto al extranjero con tal de que unos pocos, las industrias menos competitivas, se mantengan en el mercado por un mero sentimentalismo patriotero.

Ergo, las devaluaciones no solucionan los problemas de competitividad, incluso los agrandan, y tampoco incrementan el consumo de los productos nacionales en el extranjero. En resumen, es un remedio que resulta peor que la enfermedad.

Para tristeza nuestra, políticos de todos los partidos y empresarios del sector exportador vuelven a poner en debate el tema de la devaluación como solución a los problemas de la competitividad de la economía boliviana. Pero no entienden que devaluar la moneda es como orinar en la cama: al principio se siente bien, pero luego es un completo desastre. Por ejemplo, Venezuela y Argentina tienen las monedas más devaluadas y, al mismo tiempo, las economías más miserables de la región. Por eso, es mejor no orinar en la cama.

Para terminar, el tipo de cambio fijo no es la causa de los problemas de la economía boliviana -de hecho, es un acierto no deseado del anterior régimen-, sino el sistema político que encarece artificialmente el recurso humano, que recarga con impuestos a los productores y que impide la coordinación entre la oferta y la demanda.

//*HUGO BALDERRAMA FERRUFINO ES ECONOMISTA, MASTER EN ADMINISTRACIÓN DE EMPRESAS Y PHD. EN ECONOMÍA//

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