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Miércoles, 24 de Abril de 2024

Escribe: Iván Arias Durán

“APUNTES SOBRE EL PODER DE LA MUERTE”

OPINIÓN | 28 Ago 2017

IVÁN ARIAS / 28 AGOSTO.- "No temo a la muerte tanto como temo a sus prólogos: la soledad, la decrepitud, el dolor, la debilidad, la depresión, la senilidad. Después de algunos años de ellos, me imagino que la muerte se presenta como unas vacaciones en la playa” (Mary Roach, 2001). Esta breve prosa es para reflexionar sobre el valor de la vida y de cómo la hemos vivido. Aplicado a la política y a los políticos los prólogos de la muerte pueden ser peores que la misma muerte, dependiendo cómo hemos vivido los variados capítulos de la historia que nos tocó pasar.

La soledad es el peor regalo antes de la muerte. Acostumbrados a las multitudes y a los entornos de lambiscones que lo rodean como hormigas al panal, al final del camino, los aduladores desaparecen con el signo del olvido y hasta del desprecio. Nadie te conoce o hablan mal de ti, esperando sólo tu muerte. La soledad es el vacío que sufren los que se creyeron insustituibles, únicos, imprescindibles. El silencio, en los prólogos de la muerte, es la bulla que tortura los sentidos de los otrora poderosos, acostumbrados a los vivas y loas que ensalzaban su grandeza y hasta inmortalidad, reducidas, hoy, en su lecho, a la compañía de unas gélidas sabanas de algodón o al látigo de un duro asiento de plumas. Ya ni en el horizonte se puede uno perder para romper la soledad, pues, los ojos, ya casi muertos, se encargan de reducir el espacio para que la soledad ya no solo sea una idea, sino una realidad que nos araña la piel surcando el dolor por las arrugas, convertidas, al final, en la venas de nuestros últimos días.

Sin embargo, la soledad tiene su compañía: la decrepitud que se encarga de recordarnos que nuestras facultades físicas y mentales están ya disminuidas y si no, perdidas. Así, la soledad acompañada de la inevitable senilidad, nos vuelve mil veces más vulnerables y dependientes. A los acostumbrados a ser o sentirse autónomos y sin ataduras, el declive de la vida nos enseña que sin el otro, ése a quien mil veces despreciamos en la flor de nuestro orgullo, somos nada y que hoy, cuando más los necesitamos, no están y si están nos cobran el orgullo entregado entonces con el desdén de hoy. Y todo eso duele, ¡ay cómo duele!

El dolor en los prólogos de la muerte son los aguijones que nos recuerdan lo mortales que somos, que si algún día nos creímos dioses, el dolor se encarga de recordarnos que no habíamos sido más que tigres de papel. Y es que si sentimos dolor es porque, aún, nuestro cerebro funciona. El dolor surge del cerebro y no del hueso débil o de la carne en deterioro. Los nociceptores, detectores de anomalías, envían las señales al cerebro y en décimas de segundo, éste las interpreta y genera el dolor. Un cerebro vivo en los albores de la vida es el medio para que el dolor, los dolores nos cobren cada gota de sufrimiento causado en el apogeo de nuestra existencia.

La suma de los factores nos lleva a la depresión que nos asfixia. El trastorno mental provocado por la depresión genera una profunda tristeza, decaimiento anímico, baja autoestima, pérdida de interés por todo y disminución de las funciones psíquicas. Y entre enloquecer y morir uno prefiere entregarse al Hades para, en su compañía pasar a vacacionar en las playas del Averno o del Olimpo.

Visto así, ¿qué es morir en paz? Desde mi perspectiva hay tantas muertes como tantas vidas hay.

Confucio (551-479 aC) sentenció "aprende a vivir y sabrás morir bien”. Así, desde el momento que nacemos, estamos muriendo. La muerte es parte de la vida. Pablo Neruda (1904-1973) decía en su poema ¿quién muere?: "muere lentamente quien se transforma en esclavo del hábito, repitiendo todos los días los mismos trayectos, quien no cambia de marca, no arriesga vestir un color nuevo y no le habla a quien no conoce”.

Por su parte Michel de Montaigne (1533-1592) sobre la muerte se refirió de esta manera: "los hombres vienen y van, trotan y danzan, y de la muerte ni una palabra”. Vivir sin pensar en la muerte, vivir en grandeza, sin pensar en lo pequeños que somos realmente, es prepararnos para una muerte sin paz. Por ello Montaigne recomienda: "para empezar a privar a la muerte de su mayor ventaja sobre nosotros, adoptemos una actitud del todo opuesta a lo común; privemos a la muerte de su extrañeza, frecuentémosla, acostumbrémonos a ella; no tengamos nada más presente en nuestros pensamientos que la muerte”. Aunque parezca raro la muerte no mata sino libera "no sabemos dónde nos espera la muerte; así pues, esperémosla en todas partes. Practicar la muerte es practicar la libertad. El hombre que ha aprendido a morir ha desaprendido a ser esclavo”.

/*Iván Arias es ciudadano de la República de Bolivia/

//**Los textos reproducidos en este espacio de opinión son de absoluta responsabilidad de sus autores y no comprometen la línea editorial plural – liberal de este medio de comunicación/

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