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Jueves, 25 de Abril de 2024

Escribe Alberto Mansueti

El barrio pobre de occidente

OPINIÓN | 8 Jun 2020

Eso es lo que somos y siempre fuimos, América latina: el barrio pobre de Occidente. Con sólo un par de breves excepciones: Argentina comenzó un despegue a comienzos del siglo XX, y Chile a fines; pero poco duró la fiesta. Y ahora, en el siglo XXI, la no pocas veces anunciada decadencia de Occidente ya se hace inocultable, y nos afecta a nosotros, los pobres, mucho más que a los vecinos ricos.

Nuestros males vienen de demasiado tiempo atrás: fuimos parte de un Imperio español que rechazó la modernidad; el siglo XVII con sus “Austrias menores” fue de grave decadencia, muy bien retratada en la literatura, no casualmente “picaresca”. En el siglo siguiente, XVIII, resistimos a las reformas de aquellos ministros borbónicos que quizá fueron nuestros primeros “neoliberales”; y ya independientes, perdimos el siglo XIX haciendo la guerra y no el comercio.

Ahora no advertimos lo que nos pasa. Absorbidos en el duro trajín cotidiano para apenas sobrevivir, sin mapa y sin brújula, ignorantes, no atinamos ni a percibir nuestra decadencia, ni la de Occidente. Vimos el fin de la URSS en la tele, y después lo de las Torres Gemelas; pero entender, lo que se dice “entender” lo que pasa en el mundo, para nada: hace tiempo que no sabemos la verdad.

Necesitamos luces para entender. Niall Ferguson es uno de los autores indispensables. Ha escrito tres libros esclarecedores. (1) “Civilización: Occidente y el resto”, 2011, muestra el único camino al progreso durante los últimos cinco siglos, trazado por Occidente. El “resto” es la China Ming, otomanos y rusos, y el Imperio español y sus tierras, antes y después de su independencia. Se salva Japón, solo porque los Meiji, a fines del siglo XIX, lo modernizaron, copiando de Occidente hasta el modo de vestir, caminar y calzar.

(2) “Imperio”, 2003, estudia el imperio británico, desde las primeras rutas marítimas y comerciales, siglo XVIII, hasta la II post Guerra; uno de los más impresionantes que ha conocido la humanidad. Trata desde el consumismo generado por la demanda del café, el té, el tabaco y el azúcar, hasta la migración en masa más grande de la historia. Pasando por el éxito del capitalismo y la lengua inglesa como “lingua franca”, las misiones cristianas cumpliendo “la Gran Comisión” de Mateo 28:16-20 (¿ves por qué yo soy anglicano?), y con mucho detalle sabroso acerca del estilo de vida, cultura, economía, hábitos y quehaceres cotidianos.

(3) “Coloso”, 2004, habla de EE.UU., el “imperio reluctante”, lleno de contradicciones, y en decadencia ahora, por contrariar algunos de los viejos y sanos preceptos establecidos por sus Padres Fundadores. En otros libros, entrevistas y conferencias, Ferguson ayuda a entender por qué el Sr. Trump es un defensor de Occidente, sí; pero un mal defensor de Occidente (¿ves por qué yo no soy fanático de Trump?). Mal aconsejado por los “Neocons”, responde con torpeza a desafíos como los de China y Rusia.

Pero la decadencia de Occidente fue anticipada. Es el título de una famosa obra del alemán Oswald Spengler, en dos volúmenes, el primero publicado en 1918, luego de la I Guerra Mundial. Fue revisado y republicado junto con el segundo, “Perspectivas de la historia mundial”, en 1923. Concuerda más o menos el inglés Arnold Toynbee, en “Estudio de la Historia”, doce volúmenes escritos entre 1934 y 1961; pero no es tan determinista ni tan pesimista. La supervivencia de una civilización depende de sus respuestas a los desafíos, en la formulación de las cuales, concede gran peso a los factores religiosos. Examina el ascenso y caída de 26 civilizaciones, y sus mayores o menores éxitos, con liderazgo de minorías creativas y líderes de élite, que pueden ser reconocidos, ignorados o aplastados; y de esa tal forma se sella la suerte de una civilización. Toynbee, él mismo, por el sólo hecho de haber accedido a una entrevista privada que Hitler le solicitó en 1936, fue desacreditado y denigrado tras la II Guerra Mundial; le pasó por ser un caballero inglés civilizado, y creer que negarse a conversar es de mala educación.

Pienso que negarse a leer autores importantes también es de mala educación. Nunca me negué a leer a Ayn Rand, quien apuntó con su dedo a los dos grandes culpables de la decadencia occidental, nada menos; dos “criminales filosóficos”: Hume y Kant, padres del escepticismo. Porque sobre el fangoso terreno del escepticismo y la duda crónica, jamás puede edificarse algo sólido, mucho menos una civilización. Vishal Mangalwadi mostró que Occidente se edificó sobre la base de las certezas contenidas en la Biblia; y por eso, desde que la Biblia no se lee, no se entiende, o se entiende mal, vamos cuesta abajo en Occidente.

Pero en Oriente la Biblia no se ha leído tanto, hasta ahora al menos; y hay progreso. ¿Entonces? Es que algunas de esas certezas fundamentales, pueden algunos pueblos “tomar en préstamo”, y usarlas, aún sin ser plenos propietarios, y en consecuencia adelantar. Eso sucede con las convicciones básicas acerca de la real naturaleza y orden del universo, sometido a unas leyes objetivas rigurosas, que no pueden moldearse a voluntad, ni interpretarse o “percibirse” subjetivamente y según capricho, como nos venga en gana; sino que deben estudiarse, conocerse y respetarse.

Pero en América latina somos “pícaros”; y caprichosos. Ferguson enumera las seis ideas e instituciones que dieron apogeo a Occidente. Son seis las “aplicaciones demoledoras”: la competencia, en política y en economía; la revolución científica y la tecnología; los derechos de propiedad privada, en el contexto del “Imperio de la Ley”; la medicina moderna; la sociedad de consumo (sí señor: consumo en masa); y la ética protestante del trabajo. Le proporcionaron a Occidente su posicionamiento por sobre las sociedades orientales, por siglos; pero han dejado de regir, y por eso hay declive paulatino ante China y Japón.

No es tan complicado para entender: si en Occidente los vecinos ricos están dejando abandonadas sus fortalezas históricas, ¿qué hay de nosotros, aquí los del barrio marginal? Somos ignorantes, anárquicos y sin disciplina; y nunca hemos tenido el debido respeto para ellas, porque ni siquiera las conocemos, y nos negamos a aprenderlas, porque somos altivos y orgullosos, herederos de los “fijodalgos” de Iberia, y creemos que las sabemos todas, y a todo tenemos derecho, sin ciencia ni esfuerzo. Para colmo, ahora copiamos todo lo malo de Occidente: el feminismo, el “ecologismo”, el racismo al revés (los racismos antiblancos), y el Posmodernismo.

Decimos: “la corrupción es el mal, y la impunidad; ¡cárcel para los políticos, todos corruptos!” Somos amigos de “soluciones” fáciles y simplistas; por eso el éxito del populismo entre nosotros, en todas sus formas. El populismo condujo en Rusia a dos “Revoluciones”, en 1905 y en 1917; y en EE.UU., al estatismo, y eso fue comenzando con Theodore Roosevelt, exactamente entre esos mismos años.

O decimos: “Entonces el problema es la cultura. Tenemos primero que cambiar la cultura; y así vendrá el cambio en las leyes e instituciones”. No; ese es otro error, que viene de Montesquieu. Lo cierto es todo lo contrario: instituciones y leyes son primero, porque hacen la cultura, a través de los premios y castigos, que son los incentivos positivos y negativos, para las buenas y malas conductas respectivamente. Y no lo digo yo; la Biblia lo pone así. Cristianos despistados hablan de “primero los principios y valores”. Eso no establece la Biblia, sino los “Estatutos, preceptos y mandamientos”; es decir, las leyes, o sea las reglas de juego, que deben ser “justas” (y no sólo estables), poniendo los incentivos debidos, para buenos y malos comportamientos. Acicateada por los incentivos, la conducta se hace hábito; y eso es la cultura.

Los bueyes delante; la carreta detrás. Y Dios sabe más que Montesquieu. Así que nosotros, los del Movimiento por las Cinco Reformas, compuesto por creyentes y no creyentes, pero compartiendo los principios y fundamentos del buen orden social, nos trazamos un proyecto político, para derogar las leyes malas, tarea a cargo del Parlamento, y así hacer posibles las reformas de fondo, a cargo del Ejecutivo. ¿Ambicioso? ¿Idealista? Ambicioso sí; no hay de otra. Pero idealista no: es lo único realista. ¡Saludos!

//*ALBERTO MANSUETI ES POLITÓLOGO, FUNDADOR DEL CENTRO DE LIBERALISMO CLÁSICO//

//**LOS TEXTOS REPRODUCIDOS EN ESTE ESPACIO DE OPINIÓN SON DE ABSOLUTA RESPONSABILIDAD DE SUS AUTORES Y NO COMPROMETEN LA LÍNEA EDITORIAL PLURAL – LIBERAL DE ESTE MEDIO DE COMUNICACIÓN//

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